El rey cabalgando sobre un asno
Gracia y paz en nuestros Señor y Salvador, Jesucristo.
Seis días antes de la fiesta de la Pascua, que los judíos celebraban en conmemoración de su liberación de Egipto, Jesús llegó a Betania, donde había resucitado a Lázaro. Cenó con María, Marta y Lázaro. Se dice expresamente que Lázaro era uno de los comensales. Cuando partió hacia Jerusalén a la mañana siguiente, una gran multitud salió de la ciudad a recibirlo.
La ovación que recibió Jesús el día de su entrada en Jerusalén probablemente nunca habría alcanzado tales proporciones si no hubiera sido porque los testigos de la resurrección de Lázaro difundieron la noticia por todas partes. Habiendo oído de la resurrección de Lázaro y de las otras señales de Jesús, los habitantes de Jerusalén salen para recibirlo como un conquistador que viene para librar a Jerusalén de sus opresores y para implantar su reino a la fuerza. Las ramas nos recuerdan la manera en que los habitantes de Jerusalén recibieron a Simón Macabeo cuanto entró para expulsar los gentiles de la santa ciudad (1 Macabeos 13:51).
Tanto la aclamación hosana como las palabras, “¡Bendito el que viene en el nombre del Señor!” vienen del Salmo 118:25-26. La palabra hosana ( הוֹשִׁ֘יעָ֥ה) es una forma imperativa de yasha (יָשַׁע) el verbo en hebreo quiere decir salvar. Hosana significa entonces “¡Sálvanos!”. Nosotros gritamos con gozo, “¡Hosana, hosana, hosana en las alturas! Bendito el que viene en el nombre del Señor!” en la segunda parte del Sanctus en nuestra litúrgia de la Santa Cena. La primera parte tiene su base del profeta en Isaías 6:1-5. En el antiguo Israel, el concepto de salvación estaba profundamente entrelazado con la relación de pacto entre Dios y su pueblo. La liberación no solo se consideraba un rescate físico de los enemigos, sino también una salvación espiritual del pecado y sus consecuencias.
Sin embargo, como San Mateo en su relato de Domingo de Ramos (Mateo 21:1-9), San Juan cita a Zacarías 9:9. “He aquí, tu Rey vendrá a ti, Él es justo y salvador, humilde, y cabalgando sobre un asno, sobre un pollino hijo de asna.” Pero, Mateo no utiliza por segunda vez la frase, “asna” (ὄνον, onon), sino “animal de cargo” (ὑποζυγίου, hypozygiou, que significa literalmente “bajo el yugo”). En su siguiente versículo (Zacarías 9:10), Zacarías dice que el Rey sentado en un asno (o asna) “hablará paz a las naciones”. Jesús no entró Jerusalén como conquistador sentado en caballo de guerra, sino como un Rey que intenta hacer un tratado de paz.
San Pablo lo explica en nuestra epístola de hoy (Filipenses 2:5-11). “Haya, pues, en vosotros este sentir que hubo también en Cristo Jesús; el cual, siendo en forma de Dios, no tuvo por usurpación el ser igual a Dios; sino que se despojó a sí mismo, tomando forma de siervo, hecho semejante a los hombres; y hallado en la condición de hombre, se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz.” A pesar de la “entrada triunfal”, nuestro Señor aún se encontraba en estado de humillación. No dejó de ser Dios, sino que simplemente dejó de lado el pleno uso de los atributos de Dios. El Hijo de Dios se humilló y se hizo obediente a la muerte, y muerte de cruz, para redimir al hombre de sus pecados.
La humillación de Cristo fue gradual; cuanto más vivía, más se despojaba de sí mismo, más completamente se revestía de la condición de siervo. El mayor y más grave mal que hereda la carne pecadora es la muerte, pues esta representa la culminación de todos los males causados por el pecado. La muerte de Cristo fue especialmente maldita, la de la cruz. Murió cruelmente, no como ciudadano romano, sino como un vil criminal, como un esclavo. Esto representa el último y más abyecto grado de degradación. Pero estuvo dispuesto a soportarlo todo; dejó de lado, por un momento, la gloria que le pertenecía, para ser plenamente, en el sentido pleno del término, el Salvador del mundo. Murió como quien entregó su vida por su propia voluntad.
Jesús se humilló, pero tras su verdadera victoria en la cruz, Dios lo exaltó. Ahora su nombre está muy por encima de cualquier otro que pueda nombrarse en esta era o en la venidera. ¿Y por qué Dios levantó a este Jesús a su diestra? En Hechos 5:31, Pedro dice: “A éste, Dios ha exaltado con su diestra por Príncipe y Salvador, para dar a Israel arrepentimiento y perdón de pecados”. El Padre exaltó sobremanera a su Hijo para enviar al Espíritu Santo a traer el mensaje del perdón de pecados a la humanidad.
Cristo, según su naturaleza humana, estuvo sujeto a todas las consecuencias del pecado, el sufrimiento y la muerte. Pero ahora está exaltado; los días de su humillación han pasado. Su cuerpo humano está ahora en plena posesión de la gloria y majestad divinas que le fueron comunicadas en el momento de la encarnación. Ha recuperado el uso ilimitado de sus cualidades y atributos divinos; su naturaleza humana ha entrado en plena e ilimitada comunión con la esencia divina.
Por lo tanto, se sigue: para que en el nombre de Jesús se doble toda rodilla de las cosas celestiales, terrenales y subterrenales, y toda lengua confiese que Jesucristo es el Señor, para gloria de Dios Padre. Así como Cristo, por su renuncia voluntaria a los derechos y privilegios de su divinidad, a través de su humildad, pobreza, sufrimiento y obediencia, obtuvo finalmente la gloria y el honor celestiales, y alcanzó su exaltación actual, así también los cristianos, si siguen a Cristo, si son de la misma mente que Cristo, pueden obtener la gloria celestial y llegar a ser participantes de la exaltación de Cristo. Amén.