Para nacer del agua y el Espíritu Santo
Gracia y paz en nuestro Dios trino, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.
Hoy, 15 de junio de 2025, celebramos el domingo de la Santísima Trinidad. También en el calendario de la iglesia conmemoramos el 12 de junio 1700 años desde el Primer Concilio de Nicea en 325 d. C. Este se considera el primero de los siete concilios ecuménicos de la iglesia cristiana intacta. Estos concilios ecuménicos también se conocían como «sínodos», término derivado de συνοδία, sunodia, que originalmente significaba caravana o grupo de personas que viajaban juntas. Entre los luteranos, la palabra «sínodo» se refiere actualmente a una organización representativa de iglesias locales dentro de un área geográfica determinada que comparten una suscripción común al Libro de la Concordia (Confesiones Luteranas).
La primera reunión del liderazgo de la iglesia (ἀπόστολοι, apostoloi, y πρεσβύτεροι, presbyteroi) se describe en Hechos 15:6-29. Pero, dado que toda la iglesia en ese momento estaba concentrada en Jerusalén, solo cuenta como un concilio local, de los cuales habría muchos otros. “Ecuménico” se deriva de οἰκουμένη, oikoumené, En la antigüedad tardía, esta era una expresión que significaba “todo el mundo conocido”. Por lo tanto, significaba una reunión de obispos de todo el imperio romano.
En lo que respecta a los luteranos, el último concilio ecuménico fue el Segundo Concilio de Nicea en el año 787 d. C. Los concilios posteriores dejaron de ser reconocidos por toda la iglesia y se hundieron cada vez más en el error. El Libro de la Concordia incluye el Credo Niceno, el Credo Apostólico y el Credo de Atanasio, y acepta la enseñanza calcedonia sobre las dos naturalezas de Cristo, ya que estas se basan en la enseñanza de las Escrituras inspiradas. Afirmamos los tres Credos Ecuménicos contra las sectas modernas que niegan la Trinidad, como los mormones, los Testigos de Jehová y los pentecostales unicitarios.
El Primer Concilio de Nicea es conocido por producir el primer borrador del Credo Niceno. En esta versión del credo, el segundo artículo establece firmemente que el Hijo, la segunda Persona de la Santísima Trinidad, es de una misma sustancia con el Padre. Es decir, comparte la misma naturaleza divina que el Padre, además de poseer igual poder y autoridad. Esto contrastaba con los arrianos, quienes enseñaban que Jesucristo, aunque más que un simple hombre, era un ser creado.
Encontramos la clara revelación de la Trinidad en nuestra lección del Antiguo Testamento (Isaías 6:1-7). Los serafines, ángeles de altísimo rango, rodean el trono de Jehová y cantan, en un coro antifonal que intentamos emular cada domingo: «Santo, santo, santo es el Señor de los ejércitos; llena está toda la tierra de su gloria». Tres veces santo, no solo por la suprema excelencia de su santidad esencial, sino también por la Trinidad de personas, cada una de las cuales posee la santidad divina en su plenitud y gloria. Imitamos este coro porque el libro del Apocalipsis nos dice que un día cantaremos con los ángeles alrededor del trono.
¿Cómo puede Dios ser uno en esencia y, sin embargo, tres personas distintas? Debemos decir con San Pablo en nuestra epístola, ¿quién entendió la mente del Señor? No tenemos acceso a los pensamientos de Dios con excepción de lo que él decida revelarnos. Ha revelado el misterio de la Trinidad en la Unidad y la Unidad en la Trinidad. Como dice el Credo de Atanasio: “Quien, pues quiere ser salvo, debe pensar así de la Trinidad.” No podamos creer en la encarnación, muerte y resurrección de nuestro Señor, Jesucristo, sin creer en la santa Trinidad. “Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna” (Juan 3:16). Dios en este contexto refiere al Dios Padre todopoderoso, pero su Hijo unigénito también es Dios, como dice claramente las Escrituras. Pero hay más: “De cierto, de cierto, te digo, que el que no naciere de agua y del Espíritu, no puede entrar en el reino de Dios.” El reino de Dios es igual a la vida eterna.
También hay algo más en la visión profética de Isaías. Al igual que Moisés y Gedeón (Éxodo 33:20; Jueces 6:20-23), Isaías tuvo miedo porque sabía que nadie podía ver a Dios y vivir. La presencia de Dios le revela su pecaminosidad. No puede presentarse ante Dios y vivir basándose en su propia justicia. Pero cuando el ángel toca los labios del profeta con un carbón encendido del altar del templo, recibió el perdón de su pecado. La expiación por el pecado y la maldad, simbolizada mediante ofrendas de sacrificio en el Antiguo Testamento, fue hecha por el Cordero de Dios en el altar de la cruz. Por la cauteriza de sus labios, el profeta no solo recibe la seguridad de la gracia de Dios, sino que el Señor también le imparte una fuerza especial y lo capacita para ser instrumento de su inspiración.
Nuestro Evangelio de hoy deja claro que podemos entrar en la presencia de Dios no mediante el sacrificio de animales ni la cauterización de nuestros labios impuros, sino mediante el lavamiento de la regeneración en el santo bautismo. Y el bautismo debe ser en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Por medio del Padre, todos reciben el don de la vida, es decir, el nacimiento físico. El Hijo, en obediencia a la voluntad del Padre, pagó por los pecados de todos en la cruz. Pero es por el Espíritu en el agua y la Palabra que recibimos la gracia salvadora y la fuerza para permanecer en la fe hasta la muerte física. El nuevo nacimiento no es una obra humana, sino obra de Dios trino.
El agua en el bautismo no es un mero símbolo. El bautismo, un medio de gracia, hace que la persona sea espiritual, perdonada, reconciliada con Dios, miembro de la santa iglesia por medio de Jesucristo.
Nicodemo solo se menciona ocasionalmente en el evangelio de San Juan. Se implica en Juan 19:39 que Nicodemo por fin fue convertido en cristiano. En el Evangelio de hoy, Juan 3:1-17, aún no es cristiano. Su visita secreta probablemente se debió a que temía ser expuesto al ridículo y al odio de los otros fariseos, o a que se consideraba una persona demasiado eminente como para comprometer su dignidad haciendo esta visita en público.
Dirigiéndose a Jesús con gran respeto, Nicodemo le dice con franqueza que él mismo y el partido al que representaba, probablemente unas pocas almas sinceras en un concilio por lo demás hostil, sabían y habían llegado a la conclusión de que Jesús era un maestro venido de Dios. Estos judíos, a los que pertenecía Nicodemo, simplemente habían sacado sus conclusiones de la evidencia que tenían ante sus ojos.
Dios había confirmado la enseñanza de Jesús mediante milagros que traían convicción. No cabía duda de que Dios estaba con el hombre capaz de realizar tales milagros. El conocimiento de Nicodemo llegó al extremo de reconocer en Jesús a un profeta a la altura de los del Antiguo Testamento, pero no llegó a aceptarlo como el Mesías. La postura de Nicodemo es compartida por muchos supuestos cristianos de nuestros días. Su confesión de Jesús es totalmente razonable.
Nicodemo era fariseo, pero amable y honesto. Pero la amabilidad y la honestidad no pueden convertir a nadie. Sus preguntas muestran claramente su absoluta falta de fe. Como todos los fariseos, Nicodemo creía que podía ser salvo por las obras de la Ley. Su opinión es compartida por millones de personas descarriadas hoy en día. Ser digno del cielo por méritos propios es el objetivo de todos los fariseos modernos.
Las respuestas de Jesús muestran claramente la absoluta necesidad y verdad de la conversión, una obra de Dios en el hombre. Insiste en un cambio completo en la condición moral del hombre, una transformación profunda e integral del corazón, la mente y la voluntad, que también debe manifestarse en una nueva forma de vida, para que esa persona, en su pensamiento, voluntad, sentimiento, palabras y obras, sea un hombre nuevo.
“¿Cómo puede un hombre nacer siendo viejo?”, preguntó Nicodemo. “¡Acaso no puede entrar por segunda vez en el vientre de su madre para nacer!”. Sabía, por supuesto, que un renacimiento físico era imposible. Entendía que la referencia de Cristo se refería a una transformación espiritual. Pero tal cambio en el ámbito de la moral le parecía imposible, casi ridículo, absurdo. ¿Cómo puede una persona, especialmente una de edad avanzada, renunciar a los hábitos y costumbres de la edad? Para ello, cada persona debe comenzar su vida de nuevo, tal como vino al mundo.
Jesús comienza su explicación con una exclamación de sorpresa ante la perplejidad del fariseo. Pues Nicodemo era maestro en Israel, ocupaba el cargo de escriba, y se suponía que era un gran conocedor de la Ley. El tema de la regeneración se trata con tanta frecuencia en los Salmos y en las visiones de los profetas que un maestro del pueblo debería haber estado completamente familiarizado con su significado.
“Nadie subió el cielo, sino el que descendió del cielo; el Hijo del Hombre que está en el cielo” (Juan 3:13). Estas palabras de Jesús a Nicodemo declaran que es imposible que un ser humano suba al cielo en una manera mística, una creencia común en aquella época tanto como hoy en día. Uno de los propóstos de Juan 3 es para poner de manifiesto la inutilidad de los intentos de obtener una revelación especial de Dios por medio de ayunos, meditación día y noches, vigilias, abstenerse de comer carne o tener sexo, drogas alucinógenas y otras maneras aparte de Jesucristo. Jesús es el único Revelador del Padre por medio del Espírtu Santo. No hay conocer a Jesús aparte de la Palabra y los sacramentos y nadie puede “tener una relación personal” aparte de la “comunión de los santos”, la iglesia que el Espíritu llama, congrega, ilumine, santifica y conserva unida a Jesucristo en la verdadera y única fe.
Oh, Espíritu Santo, te alabo porque me has dado nuevo nacimiento para una esperanza viva por medio del bautismo en el nombre de la Santísima Trinidad. Amén.