Cuando el Señor nos lleva
¡Cristo ha resucitado! ¡Ha resucitado en verdad!
La resurrección de nuestro Señor no fue simplemente el resurgimiento milagroso de un hombre. Las Escrituras contienen otras historias similares: la resurrección de los muchachos por Elías y Eliseo; el hijo de la viuda de Naín; la hija de Jairo; Lázaro, hermano de María y Marta; y más. Dios, en su misericordia, restituyó a estas personas a sus familias, pero al final fueron arrebatados de este mundo. También hay historias en el Antiguo Testamento de hombres que no murieron físicamente, sino que fueron llevados al cielo. En particular, están Enoc, descendiente de Adán (Génesis 5:21-24), y Elías, en nuestra lectura del Antiguo Testamento de hoy.
Encontramos en Génesis 5:24 la misma palabra que en la historia de Elías, לָקַח (laqach). Se utiliza a menudo para describir el acto de tomar posesión de algo, incluso tomar una esposa en matrimonio. “Caminó, pues, Enoc con Dios, y desapareció, porque le llevó Dios.” “¿Sabes que Jehová quitará hoy a tu señor de sobre tu cabeza?” El texto simplemente dice que Enoc desapareció, mientras “Elías subió al cielo en un torbellino. Y viéndolo Eliseo, clamaba: ¡Padre mío, padre mío, carro de Israel y su gente de a caballo! Y nunca más le vio.”
Pero incluso estos milagros de Dios no cambiaron por sí mismos el destino de los seres humanos, que es la separación eterna de Dios a causa del pecado original. Pero tanto la ascensión como la resurrección de Jesús lo cambió todo para todos. Fueron señales y sellos de su victoria, una victoria que obtuvo al morir en la cruz. Fue una victoria sobre el pecado, el poder del diablo y la muerte misma. Aquellos que creen en Jesucristo pueden morir físicamente, como todos los demás. Pero para quienes creen en Jesucristo, existe la promesa de que resucitaremos a la vida eterna con él.
Por eso, San Lucas dice así en su cuenta más larga de la Ascensión (Hechos 1:-11), Jesús “después de haber padecido, se presentó vivo con muchas pruebas indubitables, aparaciéndoseles durante cuarenta días y hablándoles acerca del reino de Dios.” Fíjate, nuestra fe descansa sobre la firme base de los hechos. El breve relato de Lucas sobre la Ascensión en nuestro Evangelio de hoy (Lucas 24:36-53), puede sugerir que nuestro Señor ascendió el mismo día de su resurrección. Parece que Lucas 24:36-43 es un relato condensado de Juan 20:19-29, donde el Señor se aparece dos veces a los apóstoles restantes con ocho días de diferencia. La segunda vez le dice a Tomás: “Mete tu dedo aquí, y ve mis manos; y da acá tu mano, y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente.”
Pero luego el versículo 50 dice: “Y los condujo fuera hasta Betania, y alzando sus manos, los bendijo. Y aconteció que bendiciéndolos, fue apartado de ellos, y llevado arriba al cielo. Y ellos, habiéndole adorado, regresaron a Jerusalén con gran gozo; y estaban siempre en el templo, alabando y bendiciendo a Dios. Amén.” Pero el primer capítulo del Libro de los Hechos de los Apóstoles, continuación del Evangelio de Lucas, aclara que la Ascensión tuvo lugar después de 40 días. El número cuarenta nos recuerda el tiempo que Moisés pasó en el monte Sinaí (Éxodo 24:18; Deuteronomio 9:9); la estancia de Elías en el desierto (1 Reyes 19:8) y la tentación de Jesús en el desierto (Lucas 4:2). Durante los 40 días, Jesús no solo se apareció a sus discípulos, sino que también comió con ellos (Juan 21:1-14; Hechos 10:41). Bien puede ser que en otras ocasiones en que comía con ellos, repitiera las palabras de Lucas 24:44-49.
Y no sólo los apóstoles, pues dice San Pablo en 1 Corintios 15:6: “Y después, fue visto por más de quinientos hermanos a la vez.” En este mismo capítulo de 1 Corintios, el apóstol escribe así: “Porque si no hay resurrección de muertos, tampoco Cristo resucitó. Y si Cristo no resucitó, vana es entonces nuestra predicación, vana es también vuestra fe. Y además somos hallados falsos testigos de Dios; porque hemos testificado de Dios, que Él resucitó a Cristo; al cual no resucitó, si en verdad los muertos no resucitan. Porque si los muertos no resucitan, tampoco Cristo resucitó. Y si Cristo no resucitó, vana es vuestra fe; aún estáis en vuestros pecados. Entonces también los que durmieron en Cristo perecieron. Si sólo en esta vida esperamos en Cristo, somos los más miserables de todos los hombres. Mas ahora Cristo ha resucitado de los muertos; primicias de los que durmieron es hecho.”
Porque había quienes en Corinto creían que Jesús había resucitado de entre los muertos, pero no habría una resurrección general de los muertos. En la cultura grecorromana, era común creer que el cuerpo físico era solo un caparazón que contenía un espíritu inmortal. Quizás incluso era una prisión y la muerte era una grata liberación de las ataduras de la carne. Esta creencia se ha expresado históricamente en la práctica de la cremación. Pero las Escrituras enseñan que Dios creó a los seres humanos como una unión de cuerpo y espíritu. Judíos y cristianos han practicado el entierro en la tierra como expresión de fe en que la carne será restaurada y se reunirá con el alma; y resurgirá de la tierra como la semilla sembrada, que emerge con nueva vitalidad. Vemos la evidencia de esto en Cristo resucitado, quien no era un fantasma, sino un cuerpo glorificado, libre de enfermedad y muerte, aunque aún con las marcas de la cruz.
Cristo resucitado caminó entre sus discípulos durante cuarenta días para que dieran testimonio de su resurrección. Pero, como les había dicho en el Evangelio del domingo pasado (Juan 16:5-15), era necesario que regresara al Padre para que su exaltación fuera completa. Confesamos en el Credo, Jesucristo “subió a los cielos y está sentado a la diestra de Dios Padre todopoderoso; y desde allí ha de venir a juzgar a los vivos y a los muertos.” No tenemos dificultad en ver en la Ascensión y entronización de Jesús a la diestra de Dios el cumplimiento de las palabras proféticas del Salmo 110. Que Jesús esté a la derecha del Padre, como mediador y abogado, quiere decir que el perdón y la santificación son posibles (Hechos 5:30-31).
En nuestra lectura del Antiguo Testamento, cuando el Señor lleva a Elías el cielo, también le otorga el oficio y la autoridad del profeta a Eliseo, su discípulo principal. Antes de su Ascensión, Jesús les prometió, “Yo enviaré la promesa de mi Padre sobre vosotros” (Lucas 24:49) y “recibieréis poder, cuando haya venido sobre vosotros el Espíritu Santo, y me seréis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaria, y hasta lo último de la tierra” (Hechos 1:8). No sólo un discípulo, sino todos recibirían el poder de proclamar el mensaje de la salvación.
Una cosa más: Enoc y Elías fueron llevados al cielo mientras aún vivían. Su ascenso fue posible gracias a la muerte, resurrección y ascensión de Jesús, quien había de venir. Fueron salvos por la fe, no por obras, como todos los que creen. Pero, San Pablo dice aquí en 1 Corintios 15:51-52, “He aquí, os digo un misterio: No todos dormiremos, pero todos seremos transformados. En un momento, en un abrir y cerrar de ojos, a la final trompeta; porque se tocará la trompeta, y los muertos serán resucitados incorruptibles, y nosotros seremos transformados.” También, “Por lo cual, os decimos esto por palabra del Señor; que nosotros que vivimos, que habremos quedado hasta la venida del Señor, no precederemos a los que durmieron. Porque el Señor mismo con aclamación, con voz de arcángel, y con trompeta de Dios, descenderá del cielo; y los muertos en Cristo resucitarán primero. Luego nosotros los que vivimos, los que hayamos quedado, juntamente con ellos seremos arrebatados en las nubes para recibir al Señor en el aire, y así estaremos siempre con el Señor.” (1 Tesalonicenses 4:15-16).
Este es el verdadero rapto, que ocurrirá una sola vez en el día del juicio. Aquellos que no hayan muerto físicamente entonces serán transformados serán tomados por el Señor como lo fueron Enoc y Elías. Lo importante no es preocuparnos por si debemos o no enfrentar la muerte física, sino darnos cuenta de que Dios nos deja en este mundo sólo para dar testimonio a los inconversos y llevarlos también a la salvación. En Juan 21, Jesús profetiza que Pedro será crucificado como él, pero dice de Juan: “Si quiero que él quede hasta que yo venga, ¿qué a ti? Tú sígueme.” Éste es su mandato también para nosotros, y en él tenemos esperanza y paz que sobrepasa todo entendimiento. Amén.