El evangelio eterno trae juicio
Gracia y paz en nuestro Señor y Salvador, Jesucristo.
Hoy celebramos el acontecimiento que dio inicio a la Reforma del siglo XVI. El 31 de octubre de 1517, Martín Lutero clavó en la puerta de la iglesia del castillo de Wittenberg, Alemania, 95 tesis en las que se cuestionaba el poder y la eficacia de las indulgencias. Las cuestiones planteadas por las 95 tesis se convirtieron en una reafirmación de la doctrina de la justificación por la fe, que nuestras Confesiones Luteranas proclaman como el principal artículo de fe.
Se ha entendido que Apocalipsis 3:19-25 se aplica a la Reforma. Lutero, llamado por Dios a través de Su Palabra de una manera muy singular, predicó públicamente que el hombre no es justificado ni salvo de ninguna manera ni en ninguna parte por su propia obra y mérito, sino total y únicamente por medio de la obra de Cristo, que se imputa al creyente por la fe. Y con gran poder testificó que las obras de los cristianos que agradan al Señor no son las que ellos mismos eligen, sino las que realizan los hijos justificados de Dios, por la fe, por medio del Espíritu Santo, por amor a Dios y al prójimo, y para honra del Señor. Este Evangelio, tal como lo predicó Lutero, fue propagado como si los mismos ángeles lo estuvieran llevando desde la pequeña ciudad de Wittenberg a todas las lenguas y pueblos; y la Iglesia de la Reforma todavía continúa su marcha victoriosa a través de los países.
Las tres primeras visiones de esta serie que comienza en capítulo 12 describieron a los tres grandes enemigos de la iglesia: El diablo, el estado civil en oposición a la ley de Dios, y la falsa iglesia. Después de esto, Juan asegura a la iglesia su victoria final en la visión de los 144.000 delante del trono. En esto versículos, Apocalipsis 14:6-7, recuerda de manera simbólica a la iglesia la promesa de que el Evangelio será predicado en todo el mundo hasta el fin (Mateo 24:14). A pesar de los intentos que realiza el diablo y el mundo incrédulo para silenciar la proclamación de la doctrina pura, el ángel que proclama el evangelio seguirá volando en el medio del cielo. De modo que es perfectamente apropiado que veamos un cumplimiento de esa promesa en la Reforma Luterana.
Pero ¿cómo puede ser la proclamación de “la hora del juicio de Dios” el “Evangelio eterno”?
En nuestra lectura del Evangelio de hoy (Juan 8:31-36), muchos de los judíos pensaron que el Señor habló de la libertad del cuerpo de la tiranía de un déspota terrenal. Olvidaron, por el momento, que estaban sujetos a los romanos; olvidaron también que sus padres habían estado en poder de los conquistadores egipcios, babilónicos, sirios y romanos. Como Abraham había recibido la promesa de un descendiente que gobernaría a todas las naciones, los judíos orgullosamente se llamaban hijos de reyes. En la epístola de hoy (Romanos 3:19-25), San Pablo dice que los judíos, en cuyo caso los vicios y las transgresiones a menudo estaban cubiertos con cierta justicia externa y una exhibición de santidad, eran tan culpables de pecado como las demás naciones. Todo hacedor de pecado es esclavo del pecado. El que comete un pecado se pone así mismo en su poder, está atado y mantenido cautivo absolutamente. Y por lo tanto estos judíos son siervos, esclavos, en el sentido espiritual. Pero un esclavo así no tiene parte ni derecho en la casa, sólo tiene deberes que cumplir; no es su propio amo y no puede hablar de libertad.
No se puede abrir una boca para alegar inocencia y justicia, sino que todo el mundo, independientemente de su raza y nacionalidad, debe ser condenado por culpa, estar sujeto al castigo a causa del pecado. ¿Y por qué todo el mundo será culpable ante Dios? Porque por las obras de la Ley ninguna carne será justificada ante Él. Es imposible que cualquier persona, por medio de las obras que exige la Ley, se presente ante Dios, sea aceptada por Él como una persona justa; Ningún pecador puede cumplir la Ley en sus requisitos reales, ni cumplir realmente todas sus demandas en cuanto a omisión y comisión. Porque por medio de la Ley, por la Ley, es el conocimiento del pecado. La Ley nos convence de pecado; nos muestra nuestras múltiples transgresiones; nos condena haciéndonos comprender el hecho de que nuestro pecado merece la ira de Dios.
Dios fue tolerante y pospuso la imposición del castigo en la época del Antiguo Testamento. Esperó hasta que viniera Cristo, quien cargó con todos los castigos. El hecho de que Dios “pase por alto” el pecado y su paciencia no tienen como fin minimizar la enormidad del pecado ni la culpabilidad del hombre, sino más bien magnificar la gracia salvadora de Dios, el derramamiento vicario de la sangre de Jesús y la justicia imputada de Dios en Cristo.
Sólo el Hijo de Dios es capaz de traer la libertad, la emancipación del pecado y su servicio. Él ha ganado la libertad del pecado para todos los hombres pagando el precio, la redención por su pecado, Su santa sangre. Esa es la única libertad verdadera, que el Hijo ha ganado así y está ofreciendo a todo el mundo, que Él también quiere que estos judíos acepten.
El mensaje del Evangelio obra la fe en los corazones de los hombres, y esta fe no gana ni merece la justicia ante Dios, sino que acepta, recibe y se apropia de la justicia imputada. La fe es la aceptación confiada de la misericordia de la salvación. La justicia de Dios está destinada a todos los que creen, y por lo tanto también se derrama como un torrente sobre todos los que creen. Todo aquel que cree, sin importar sus antecedentes y su historia, por su fe recibe lo que Dios ofrece, y así se convierte en el poseedor de esta gran bendición del Nuevo Testamento.
Los santos del Antiguo Testamento recibieron el perdón de los pecados por la fe, pero no vieron el cumplimiento de las promesas. El sentido de “redención que vino por medio de Jesucristo” se apoya de manera más adecuada en términos sinónimos: 1 Corintios 6:20; 7:23; Gálatas 3:12; Hechos 20:28; Tito 2:4. Especialmente instructivos son Mateo 20:28 y Marcos 10:45, donde Jesús habla de dar su vida en rescate, y en 1 Timoteo 2:6, que menciona su “rescate en lugar” de todos.
La característica de los verdaderos discípulos de Cristo es la de continuar o permanecer en la Palabra de Cristo, la estricta adhesión a la Palabra que Él nos ha dejado para nuestra instrucción en los evangelios y las epístolas. Allí encontramos a Jesús revelado, y a través de la comprensión de Jesús como el Cristo tenemos el verdadero conocimiento, el conocimiento de la verdad; y ese conocimiento es el único factor que nos dará la verdadera libertad. Sólo son verdaderamente libres aquellos hombres que han aceptado la salvación de Jesús; sólo ellos tienen una voluntad interesada en las buenas obras y capaz de realizarlas. Esa es la maravillosa libertad del cristiano de la que Lutero escribió con palabras tan poderosas.
Donde no hay reconocimiento del pecado, no puede haber recepción de la gracia. Sin embargo, donde la gracia de Dios se revela y es rechazada, solo puede haber juicio.
Bendito Señor, concede que de tal modo lo escuchemos, leamos, aprendamos y guardemos en nuestros corazones tu eterno Evangelio, que, por la paciencia y consuelo divino de tu Palabra, estemos siempre firmes en la bienventurada esperanza de la vida eterna. Amén.