El don del Espíritu Santo
¡Cristo ha resucitado! ¡Ha resucitado en verdad! ¡Cristo ha resucitado! ¡Aleluya!
El autor de la carta de Santiago se identifica como “Santiago, siervo de Dios y del Señor Jesucristo”. Más probable no es Santiago, hermano de el Apóstol Juan y hijo de Zebedeo, quién murió en la primera ola de persecución de la iglesia en Jerusalén, según Hechos 12:2. El mejor candidato es Santiago, el hermano de nuestro Señor. Este hermano no creó en Jesús como el Cristo durante su ministerio terrenal (Juan 7:5), pero después de su resurrección se le apareció y él supero sus dudas (1 Corintios 15:7; Hechos 1:14). Santiago, el hermano del Señor, era el líder reconocido de la iglesia en Jerusalén. En el concilio sobre el primer viaje misionero de Pablo, su voz era la voz final y decisiva en la discusión (Hechos 15:13-29). Cuando Pablo al final de su tercer viaje informa a la iglesia de Jerusalén y trae donaciones de iglesia en el exterior, él se reporta a Jacobo o Santiago.
Los primeros versículos de la carta indican que el autor sabe de la persecución y dispersión de los cristianos de Jerusalén. Ellos estaban bajo la doble presión de pobreza y persecución, tentados a volver a recaer y acomodar su vida a la vida del mundo que presionaba sobre ellos de todos lados. El peligro de apostasía fue para los miembros de la iglesia en aquel tiempo era inmediato y real.
Entonces, en su carta Santiago trata asuntos prácticos y problemas subsistentes que enfrentan muchos creyentes, pero encima de todo ofrece esta consuelo, “Toda dádiva buena y perfecta desciende de lo alto, del Padre de las luces celestiales, que no cambia como las sombras que se mueven.”
No hay iluminación espiritual ni nada que tenga valor de una manera espiritual posible sin su poder todopoderoso. Él es el Autor de todo lo que es excelente y perfecto. Él puede, por lo tanto, no negarse a sí mismo; Él no puede cambiar su esencia y propiedades. La luna puede tener sus fases y el sol sus eclipses, pero nuestro Dios resplandece sobre sus hijos espirituales en una gloria sin oscurecimiento. Pensamos en 1 Juan 1:5: “Dios es luz; en él no hay oscuridad alguna”. O de Malaquías 3:6: “Yo soy el Señor; no cambio”. O de Hebreos 13,8: “Jesucristo, el mismo ayer, hoy y por los siglos”. A diferencia de Su creación, Dios no cambia.
La Fórmula de Concordia, Declaración Sólida, Artículo VIII:49: “Ya que no hay variación con Dios, Santiago 1:17, nada fue añadido o quitado de la esencia y propiedades de la naturaleza divina de Cristo a través de la encarnación, ni la naturaleza divina fue intrínsecamente disminuida o aumentada por ello.” Porque Dios por naturaleza no cambia, su Palabra es seguro y también nuestra salvación.
De los muchos dones espléndidos de Dios, el apóstol nombra el más alto y mejor: Porque Él lo quiso, nos engendró por la Palabra de verdad, en la persona de Jesucristo, también en las Escrituras, el testimonio de los profetas y apóstoles. Las confesiones luteranas también enfatizan una y otra vez que el Espíritu Santo actúa por medio de la Palabra predicada y los sacramentos y no aparte de ellos. Esto está de acuerdo con lo que dice Jesús en nuestro evangelio para hoy, Juan 16:5-15. “Pero cuando el Espíritu de verdad venga, Él os guiará a toda verdad; porque no hablará de sí mismo, sino que hablará todo lo que oiga, y os hará saber las cosas que han de venir.”
El Espíritu Santo no vendrá para revelarnos nuevas doctrinas como, por ejemplo, la fecha del fin del mundo. Lo que enseñara el Espíritu Santo a los discípulos el el significado de lo que Jesús ya ha enseñando, y cómo aplicar estas enseñanzas a nuestras vidas, nuestras culturas y nuestras tiempos.
Hay una cadena por la que se transmite la enseñanza. Enseñamos al mundo lo que recibimos de los discípulos del Señor. El trabajo de Espíritu Santo es ayudarnos a recordar y proclamar lo que Jesús enseñó.
Sin embargo, en vista de esta gracia, de la que nos hemos hecho partícipes, el apóstol amonesta: Vosotros sabéis esto, mis amados hermanos; antes bien, todo hombre sea pronto para oír, tardo para hablar, tardo para airarse, porque la ira del hombre no promueve la justicia de Dios. Porque si bien hay una justa indignación por el pecado que hará que las personas en posiciones de autoridad reprendan toda forma de transgresión con toda santa severidad, sigue siendo cierto que toda forma de ira no obra ni promueve la justicia de Dios; sus arrebatos no encuentran la aprobación de Dios, sino más bien su condenación, ya que no se puede hacer que estén de acuerdo con su santa y justa voluntad.
Conociendo el peligro de la ira injustificada, el apóstol añade la advertencia general: Por tanto, desechando toda inmundicia y exceso de malicia, recibid con mansedumbre la Palabra implantada, que puede salvar vuestras almas. Como nuevas criaturas, como hijos de Dios, los cristianos tienen una batalla continua con su vieja naturaleza maligna, que insiste en levantar la cabeza y se esfuerza por conducirlos a toda forma de inmundicia y pecado.
El premio ofrecido a los creyentes, la bienaventuranza eterna en la presencia de Dios, es de tal naturaleza que les inspira pensamientos siempre nuevos de su hogar en lo alto y así les permite combatir con éxito los ataques de su naturaleza carnal. Por eso, tenemos la esperanza y la paz que sobrepasa todo entendimiento. Amén.