23 noviembre, 2024
16 abril, 2023

La paz y el perdón

Series:
Passage: Juan 20:19-31
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¡Cristo ha resucitado! ¡Ha resucitado en verdad! ¡Aleluya!

Tomás, llamado Dídimo, el gemelo, amaba a su Señor con verdadera devoción, como lo habían demostrado sus palabras con motivo de la muerte de Lázaro, Juan 11:16. Pero por alguna razón no había estado presente con los otros discípulos en la tarde de Pascua, y por lo tanto no había visto al Señor. Los otros discípulos estaban ansiosos con sus noticias: Hemos visto al Señor. Estaban convencidos de su resurrección, sabían que su Maestro vivía, habían recibido su comisión. Pero Tomás sacudió la cabeza con incredulidad y expresó su duda con las palabras más enfáticas que mostraban el alcance y la profundidad de su duda.

Los otros discípulos se reunieron en la noche de aquel primer Domingo de Pascua detrás puertas cerradas. De repente se aparece Jesús en medio de ellos y les imparte su bendición de paz. El cuerpo glorificado no está sujeto a los limites de nuestros cuerpos. Por eso creemos que Cristo puede venir y estar corporalmente presente con nosotros en la Santa Cena. Además, “Paz a vosotros” significó el perdón de los pecados. Quizás los apóstoles tenían miedo de los judíos, no importa tanta evidencia de su Señor ha resucitado, porque ellos han huido en la hora de la crucifixión y Pedro le negó tres veces en el patio de Poncio Pilato. Si el Señor vive, pero debería enojado con ellos. Al contrario, Jesús les perdonó y les dio el Oficio de las Llaves, la autoridad de perdonar otros en el nombre de Jesús.

Ocho días después, cuando los discípulos estaban nuevamente reunidos, con Tomás en medio, Jesús apareció otra vez y les dio el saludo de paz. Y ahora el Señor, volviéndose directamente a Tomás, cumplió con todas las condiciones tal como las había hecho el discípulo que dudaba, invitándolo a extender su dedo e investigar ambas manos, y a extender su mano y meterla en su costado.

Pero Jesús amablemente reprende a Tomás por su insensata y peligrosa duda. Tomás, por alejarse de los demás, no sólo perdió la mutua consolación de los hermanos, sino también la oportunidad de experimentar la presencia del Señor, que siempre está presente cuando reunimos en su nombre. Él experimentó la presencia del Señor no por si mismo, sino juntos con sus hermanos apóstoles

La bienaventuranza y la felicidad de la fe no descansan sobre las evidencias de los sentidos ni sobre los sentimientos y la razón, sino sobre la Palabra del Evangelio. Personas que dudan el amor y de la presencia de Dios en sus vidas, muchas veces se lamentan: Si yo hubiera visto al Cristo resucitado tendría una fe más firme y una esperanza más segura. Para tales personas, la historia de la duda de Tomás es un llamado para andar por fe y no por vista. Cuando permitimos que nuestras tristezas y problemas impidan que nos reunamos con nuestros hermanos en el culto dominical, entonces, como Tomás, sufrimos la pérdida de muchas bendiciones que podrían ayudarnos en nuestras dificultades.

Lejos de la Palabra y los sacramentos, es fácil para un cristiano menospreciarse porque no está a la altura de sus propias expectativas. El cristiano puede tener sentimientos de remordimiento porque no ama ni a Dios ni al prójimo como debería. Sin embargo, como dice San Juan en nuestra epístola (1 Juan 5:4-10), “Porque tres son los que dan testimonio en el cielo, el Padre, el Verbo y el Espíritu Santo; y estos tres son uno. Y tres son los que dan testimonio en la tierra; el Espíritu, el agua, y la sangre; y estos tres concuerdan en uno.” La agua con el Espíritu Santo es el bautismo, y la sangre es la copa de la Santa Cena.

Dondequiera que ha tenido lugar el nuevo nacimiento, dondequiera que la fe ha sido plantada en el corazón, allí existe este maravilloso poder, allí el creyente puede conquistar el mundo, todas las fuerzas de este mundo que se oponen a la vida espiritual en él, la todo el reino del pecado y del mal. Esta conquista, esta superación del mundo, es un proceso continuo; esa es la obra en la que siempre están ocupados los regenerados. No en su propio poder, de hecho, luchan contra las fuerzas de las tinieblas, sino en y por la fe que Dios encendió en ellos en el bautismo. Sin esta fe, los creyentes profesos estarían perdidos, no importa qué prodigios de astucia y sabiduría puedan ser de otro modo. Pero con esta fe son vencedores incluso de antemano, porque se vuelven partícipes de la victoria que su Campeón, Jesucristo, obtuvo sobre el reino de las tinieblas. Él venció el pecado, la muerte y el infierno, y por lo tanto estos enemigos son impotentes contra la fe que se aferra al Salvador y su victoria.

Por lo tanto, no importa nuestros temores, dudas o fracasos, cuando recibimos la palabra del perdón, tenemos la paz de Cristo, que es la paz que sobrepasa todo entendimiento. Amén.

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