Para siempre, ¡oh Señor!, permanece tu Palabra en los cielos. Señor la habitación de tu casa he amado y el lugar de la morada de tu gloria. Lámpara a mis pies tu Palabra, y lumbrera a mi camino. Gloria sea al Padre, y al Hijo y al Espíritu Santo. Amén
En enero del año 1530, el emperador del Sacro Imperio Romano Germánico Carlos V pidió a los príncipes de los territorios luteranos que explicaran sus convicciones religiosas en un intento por restaurar la unidad y reunir apoyo contra la invasión de Europa por parte de los turcos otomanos. Una delegación viajó a la ciudad de Augsburgo para presentar una declaración de fe, que llegó a conocerse como la Confesión de Augsburgo. Carlos V llegó a Augsburgo el 15 de junio de 1530. El emperador mandó a los príncipes luteranos que se unieran a la procesión del Corpus Christi al día siguiente. Pero no le obedecieron en riesgo de sus vidas. ¿Por qué no?
A pesar de la resistencia del emperador, la Confesión de Augsburgo fue leída públicamente y presentada a la Dieta Imperial el 25 de junio de 1530. La Confesión consta de 28 artículos. Se encuentra la primera objeción a la procesión con la hostia en vara en Artículo XXII, “Las Dos Especies En el Sacramento”, dice así: “Entre nosotros se dan a los laicos ambas especies del sacramento por éste es un mandamiento y una orden clara de Cristo: Bebed de ella todos (Mateo 26:27). En este texto, con palabras claras, Cristo manda respecto al cáliz que todos beban de él.” Además, al respecto del sacramento en procesión, “puesto que la división del sacramento es contraria a la institución de Cristo, se suprime entre nosotros la acostumbrada procesión en la cual se carga el sacramento.”
La fiesta del Corpus Christi se instituyó como resultado de un desarrollo paulatino de la doctrina de la transubstanciación, culminando en el concepto de la misa como sacrificio incruento y la adoración de la hostia. Se celebró por primera vez en la iglesia de Lieja, Bélgica, en 1247. Robert de ‘l’horete, obispo de la diócesis, en 1246 publicó un decreto ordenando que cada año, el jueves siguiente al Domingo de la Trinidad, se observara, en todas las iglesias de la diócesis, solemne fiesta en honor del santísimo Sacramento. El 29 de agosto de 1261, Santiago Pantaleón, que había sido archidiácono de Lieja, ascendió al trono papal con el nombre de Urbano IV. En 1264, instituyó la fiesta del Corpus Christi como día sagrado para toda la Iglesia occidental. Tomás de Aquino había compuesto una orden de servicio para el festival en 1263.
El concepto de transubstanciación, el cambio físico de los elementos, pan y vino, en el cuerpo y la sangre de Cristo, puede encontrarse en documentos del siglo IX d.C. Sin embargo, la aceptación universal de esta idea no tuvo lugar hasta después de la época de Tomás de Aquino, cuya influencia fue casi decisiva. La creencia en la transubstanciación condujo a la retirada del cáliz de los laicos para evitar el derramarse de la sangre de Cristo y la colocación de la hostia directamente en la lengua para evitar el robo y uso supersticioso del cuerpo de Cristo.
La aceptación de la fiesta por parte de los laicos fue promovida por la concesión de indulgencias y por un grado especial de pompa y esplendor en la celebración. La suma de las indulgencias por la observancia del día festivo ascendía a 460 días de liberación del purgatorio. La asistencia a maitines, vísperas, junto con las horas canónicas en cualquier otro día de la octava del Corpus Christi, equivalía a 100 días más del alivio del purgatorio por cada día adicional.
La fiesta del Corpus Christi, como estaba previsto originalmente, no tenía procesión con la hostia en vara, pero parece que se introdujo la procesión al mismo tiempo que la fiesta misma. La procesión se llevó a cabo con diferentes grados de esplendor, según la riqueza e importancia de una diócesis, ciudad o parroquia. El orden de la procesión era el clero con la hostia, seguido del resto de participantes, en especial los gremios de artesanos.
Artículo XV de la Confesión del Augsburgo, “Ritos Eclesiásticos” dice así: “De los ritos eclesiásticos de origen humano se enseña que se oberven los que puedan realizarse sin pecado y que sirvan para mantener la paz y el buen orden en la iglesia, como ciertas celebraciones, fiestas y cosas semejantes. Sin embargo, se alecciona no gravar a las conciencias con esto, como si tales cosas fueran necesarias para la salvación. Sobre esta materia se enseña que todas las ordenanzas y tradiciones instituidas por los hombres con el fin de aplacar a Dios y merecer la gracia son contrarias al evangelio y a la doctrina acerca de la fe en Cristo. Por consiguiente, los votos monásticos y otras tradiciones relacionadas con la distinción de las comidas, los días, etc., por medio de las cuales se intenta merecer la gracia y hacer satisfacción por los pecados, son inútiles y contrarias al evangelio.”
Article XXIV, “La Misa”, dice así: “Al mismo tiempo se ha repudiado el error abominable según el cual se enseñaba que nuestro Señor Cristo por su muerte hizo satisfacción sólo por el pecado original e instituyó la misa como sacrificio por los demás pecados, estableciendo así a la misa como sacrificio por los vivos y los muertos para quitar el pecado y aplacar a Dios.”
Artículo XXV, “La Confesión”, dice así: “Se instruye con mucha diligencia que este mandato y poder de las llaves es muy consolador y necesario para las conciencias aterrorizadas. También enseñamos que Dios ordena creer en esta absolución como si fuera su voz que resuena desde el cielo y que debemos consolarnos gozosamente en base de la absolución, sabiendo que mediante tal fe obtenemos el perdón de los pecados. En épocas anteriores los predicadores que daban mucha instrucción sobre la confesión no mencionaban ni una sola palabra respecto a estas enseñanzas necesarias; al contrario, sólo martirizaban las conciencias exigiendo largas enumeraciones de pecados, satisfacciónes, indulgencias, peregrinaciones y cosas similares.”
Todos los puntos de la Confesión de Augsburgo se explicaron con más detalle en el documento que siguió, la Apología de la Confesión de Augsburgo. La Apología fue escrita por Felipe Melanchthon durante y después de la Dieta de Augsburgo de 1530 para responder a la Refutación Pontificia de la Confesión de Augsburgo, la respuesta romana oficial.
Sobre las indulgencias, purgatorio y la misa, Artículo XII de la Apología, “El Arrepentimiento”, dice así: “Sostienen, equivocadamente, que las penas eternas se transforman en penas del purgatorio, y declaran que parte de ellas se perdona por el poder de las llaves y parte tiene que redimirse mediante las satisfacciones. Añaden algo más: Que las satisfacciones tienen que ser obras de supererogación, y éstas las hacen consistir en las observancias más necias, como peregrinaciones, rosarios y otras prácticas semejantes para las que no hay ningún mandamiento de Dios. Y ya que redimen del purgatorio con satisfacciones, arte que ha resultado muy lucrativo. Porque venden indulgencias, y las interpretan como que redimen de las satisfacciones. Esta ganancia proviene no sólo de los vivos, sino en medida mucho más amplia aún de los muertos. Y las satisfacciones de los muertos las redimen no sólo con indulgencias, sino también con el sacrificio de la misa.”
Sobre la transubstanciación, Artículo X de la Apología, “La Santa Cena”, dice así: “En la Cena del Señor están verdadera y substancialmente presentes el cuerpo y la sangre de Cristo, y que verdaderamente son ofrecidos con las especies visibles del pan y del vino a quienes reciben el sacramento.” El cuerpo y la sangre de Cristo no reemplazan los elementos visibles, sino todos están en unión sacramental. Esta unión no es consustanciación, que significa el cuerpo y la sangre, el pan y el vino se unen para formar una sustancia en la Santa Cena o que el cuerpo y la sangre están presentes de manera natural como el pan y el vino. Los luteranos creen que el pan y el vino están presentes de manera natural en la Santa Cena y que el verdadero cuerpo y la sangre de Cristo están presentes de manera ilocal y sobrenatural.
Además, porque la unión sacramental depende de las palabras de Cristo, no de la fe del comulgante, todos los comulgantes reciben el cuerpo y la sangre, sea que crean o no (1 Corintios 11:27). Perdón, vida y salvación se ofrecen verdaderamente a todos los que comen y beben del cuerpo y la sangre del Señor, pero sólo por fe podemos recibir las bendiciones que allí se ofrecen. Por lo tanto, no se le debe dar el sacramento a los que son abiertamente impíos y no se arrepienten, los que no quieren perdonar y rehúsan reconciliarse o los que no confiesan la misma fe, porque la Santa Cena es un testimonio de la unidad de la fe.
Una celebración válida de la Eucaristía requiere los actos de consagración, distribución y recepción. La Fórmula de Concordia, Declaración Sólida, Artículo VII, “La Santa Cena”, publicado en 1577, después del Concilio de Trento, dice así: “Y el uso, o acto, no abarca aquí principalmente la fe, ni únicamente el participar del sacramento en la boca, sino todo el acto externo y visible de la Santa Cena instituido por Cristo, la consagración, las palabras de la institución, la distribución y recepción, o el participar con la boca del pan y del vino consagrados, como también participar del cuerpo y la sangre de Cristo. Fuera de este uso, como por ejemplo, cuando en la misa papista el pan no es distribuido sino levantado en alto, o encerrado, o llevado de aquí para allá y expuesto para ser adorado, no existe el sacramento.”
Todopoderoso Dios, que por medio de la predicación de tus siervos los benditos reformadores has hecho que brille la luz de tu verdad: Concede, te suplicamos, que, conociendo el poder salvador de tu evangelio, lo atesoremos como joya de gran precio, lo defendamos de todos tus enemigos y con gozo lo proclamemos para la salvación de las alma y la gloria de tu santo nombre. Por Jesucristo, tu Hijo, nuestro Señor, que vive y reina contigo y con el Espíritu Santo, siempre un solo Dios, por los siglos de los siglos. Amen.