23 noviembre, 2024

26 Porque todas las veces que comiereis este pan, y bebiereis esta copa, la muerte del Señor anunciáis hasta que Él venga. 27 De manera que cualquiera que comiere este pan, o bebiere la copa del Señor indignamente, será culpado del cuerpo y de la sangre del Señor. 28 Por tanto, examínese cada uno a sí mismo, y coma así del pan, y beba de la copa. 29 Porque el que come y bebe indignamente, come y bebe juicio para sí, no discerniendo el cuerpo del Señor. 30 Por lo cual hay muchos debilitados y enfermos entre vosotros; y muchos duermen. 1 Corintios 11:26-30

La primera pandemia de la época cristiana fue la Peste Antonina de los años 165-180 después de Cristo, quizás viruela o sarampión, que resultó en más de cinco millones de muertos a través del imperio romano. En su apogeo, la enfermedad puede haber matado hasta 2,000 personas al día. Poco después, en el año 249, estalló la llamada la Peste Cipriana y duró hasta bien entrado el año 271. En su apogeo, causó 5.000 muertes por día solo en Roma.

La copa comúnEstas dos plagas mataron aproximadamente entre un cuarto y un tercio de la población, e incluso mataron a tres emperadores. La sociedad pagana respondió con pánico. Como entendieron que la enfermedad era contagiosa, cuando apareció su primer síntoma, las víctimas a menudo eran arrojadas a las calles, donde los muertos y moribundos yacían en pilas. Los cristianos buscaron ayudar a los enfermos, incluso arriesgando sus propias vidas. Sin prestar atención al peligro, se hicieron cargo de los enfermos, atendiendo todas sus necesidades y atendiéndoles en Cristo, y con ellos partieron esta vida serenamente felices; porque fueron infectados por otros con la enfermedad, atrayendo sobre sí la enfermedad de sus vecinos y aceptando alegremente sus dolores. Muchos, al cuidar y curar a otros murieron en su lugar.

En el siglo VI, la Plaga de Justiniano, una forma temprana de la peste bubónica, llegó a Constantinopla en el año 542. El brote duró cuatro meses, pero la peste continuó extendiéndose intermitentemente por todo el mundo mediterráneo durante otros 225 años, con el último brote registrado en el año 750. Se estima que, durante la última mitad del siglo VI, la población del imperio bizantino y sus vecinos disminuyó hasta en un 40 por ciento. No habría más brotes de plaga a gran escala hasta la Peste Negra del siglo XIV.

Durante estas pandemias y las posteriores al siglo XIV, los cristianos no abandonaron la práctica de recibir el cuerpo y la sangre del Señor en una copa común. No hubo preocupación por la posibilidad de propagación de enfermedades al compartir el cáliz hasta finales del siglo XIX. Antes de la actual crisis del COVID-19, la última vez que el temor de la copa de comunión compartida podía actuar como un vehículo para la transmisión indirecta de enfermedades infecciosas se reavivó cuando se detectó el virus de la inmunodeficiencia humana (VIH) en la saliva de personas infectadas en la década de 1980.

Desde finales del siglo XIX se han realizado numerosos estudios científicos en las iglesias anglicanas, metodistas y luteranas. Nunca se ha informado de ningún episodio de enfermedad atribuible a la copa de comunión compartida. Los datos actualmente disponibles no proporcionan ningún apoyo para sugerir que se deba abandonar la práctica de compartir una copa de comunión común porque podría propagar la infección. Los Centros para el Control de Enfermedades en Atlanta, Georgia, los EEUU, sostienen que el riesgo de transmisión de enfermedades infecciosas por una taza de copa común es muy bajo para empezar, y las salvaguardas adecuadas, como limpiar el borde interior y exterior entre los comulgantes, el uso de cuidado para rote el paño durante el uso y el uso de un paño limpio para cada servicio disminuyen aún más el riesgo. Además, las iglesias pueden considerar aconsejar a los comulgantes que no reciban el cáliz si una persona tiene una infección respiratoria activa o heridas húmedas o abiertas en los labios.

Entonces, aquellos que afirman que deberíamos abandonar la taza común no están “siguiendo la ciencia”. Están diciendo que nuestro Señor fue un carpintero galileo ignorante que instituyó Su sacramento sin anticipar las consecuencias para las generaciones venideras de creyentes. No tienen ni los hechos ni la fe de su lado.

Sin embargo, el sacramento del altar es peligroso. Pero solo para aquellos que lo reciben sin discernir el cuerpo y la sangre de Cristo, o que viven en pecado abierto y sin arrepentimiento. Cada celebración de la Eucaristía proclama el hecho de que con la entrega de Su cuerpo y con el derramamiento de Su sangre, Él ha realizado la redención. La actitud correcta hacia el sacramento es aquella en la que el corazón es plenamente consciente de las bendiciones que confiesa la boca. Ese hecho hará que cada comulgante sea a la vez humilde y ansioso por la maravillosa gracia de Dios, como se da en la Santa Cena.

Para comer y beber indignamente es estar en tal condición espiritual o comportarse de tal manera que no esté en armonía con la dignidad y la santidad de la comida celestial. Si una persona asiste a la Cena del Señor como iría a cualquier otra comida, considerando que sus acciones son el mero comer pan y el mero beber vino, si no siente deseo por la gracia de Dios ni devoción ante la perspectiva de participando en la fiesta del milagro, entonces esa persona será culpable, no meramente de comer y beber sin pensar, sino de profanar el cuerpo y la sangre del Señor. Además, los que a sabiendas continúan en pecado reciben la Santa Cena indignamente. Porque el sacramento ha sido instituido por Cristo el Señor, no para que la gente permanezca en el pecado, sino para que obtenga el perdón y crezca en santidad. También, el sacramento no es para los puros, que no existen, sino para los pecadores arrepentidos que anhelan el perdón y la alimentación de su fe. Los que no reciben el sacramento frecuentemente no reciben el consuela del perdón y no crecen en la fe.

Por esta razón, practicamos la comunión cerrada como la iglesia antigua. Policarpa, Justiniano Mártir, la Didajé, la liturgia clementina y otros documentos y escritores eclesiásticos de los primeros siglos todos hablan de la práctica de comunión cerrada. Si algo es evidente a partir de un estudio de la iglesia primitiva es que consideraban la Santa Cena algo de importancia más alto. No comulgamos los bebés, aunque ellos tienen la promesa de la vida eterna en el bautismo, porque no pueden discernir el cuerpo y la sangre de Cristo en el sacramento y no pueden examinar sus propias consciencias para la confesión y absolución de pecados. No es suficiente para decir, “Soy luterano”, para recibir la Santa Cena, debe ser examinado y absuelto. Finalmente, el sacramento es una confesión de unidad en fe mas profundo, entonces los que no creen en nuestra confesión no pueden compartir la mesa en nuestros templos.

Oremos.

Amado Padre celestial, al venir a tu casa para adorarte, contemplamos los dones de la vida y fe que nos has dado. En las aguas del bautismo nos has lavado del pecado y con el verdadero cuerpo y preciosísimo sangre de tu Hijo, Jesucristo, nos guardes en la fe hasta la vida eterna. En estos santos misterios somos mi

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