¿Quièn es el Rey de gloria?
Gracia y paz en nuestro Señor y Salvador, Jesucristo.
El Salmo 24 es uno de los salmos de entrada, himnos entonados por la procesiòn de fieles cuando entraron al Templo de Jerusalèn. Al llegar ellos a las puertas del templo, se oyen los gritos de los porteros cuyo oficio es guardar la entrada. Las palabras de los porteros son parte de una liturgia de entrada, en que hay un diàlogo antifonal entre los que llegan al templo para adorar a Dios y los levitas cuyo ofiico es guardar la entrada.
“¿Quién subirá al monte de Jehová? ¿Y quién estará en su lugar santo? El limpio de manos, y puro de corazón; el que no ha elevado su alma a la vanidad, ni jurado con engaño. Él recibirá bendición de Jehová, y justicia del Dios de su salvación.”
Para entrar al santuario del Señor, es necesario tener no sòlo manos limpias, es decir, sino tambièn un corazòn limpio. Los actos externos del pecado son fruto de los malos deseos del corazón. El pecado vive en el hombre interior, incluso cuando no se expresa en palabras ni en obras. ¿Quién es entonces puro de corazón? Sólo aquel que es Dios encarnado. Sólo en su nombre puede el pueblo entrar al santuario. El Salmo 24 fue un gran himno en que se celebraba la primer venida del Rey de gloria a su templo en Jerusalèn y fue entonado en espera de la llegada del Mesìas en su venida del mundo.
Por eso, nos encontramos, en el versìculo siete, un grito de urgencia dirigido a los porteros y a las puertas personificadas: “Alzad, oh puertas, vuestras cabezas, y alzaos vosotras, puertas eternas, y entrará el Rey de gloria.” En versìculo 8, los guardianes del santuario hablan de nuevo: “¿Quién es este Rey de gloria?” Los fieles responden asì: “Jehová el fuerte y valiente, Jehová el poderoso en batalla.” En hebreo, Jehovà es el nombre propio de Èl que fundò el mar y la tierra en su plenitud. En nuestra lectura del Antiguo Testamento, el profeta Jeremìas llama por nombre el Mesìas como “Jehovà, justicia nuestra”. Dos puntos aquì: Primero, el Mesìas es Jehovà, y segundo, en Èl es nuestra justicia, no en nosotros mismos.
Así, en nuestro Evangelio de hoy (Mateo 21:1-9), escuchamos cómo el Rey de la gloria entró en Jerusalén y en los versículos que siguen, cómo entró en el templo para purificarlo. La multitud reconoció al Rey porque vino como estaba profetizado en Isaías 62:11. “Decid a la hija de Sión: He aquí viene tu Salvador; he aquí su recompensa con Él, y delante de Él su obra.” Y ellos respondieron así: “¡Hosanna al Hijo de David! ¡Bendito el que viene en el nombre del Señor! ¡Hosanna en las alturas!”
Éste es el relato que hace San Mateo del Domingo de Ramos. ¿Por qué lo leemos el primer domingo de Adviento? Porque el Rey de la Gloria se identifica como Jesùs el profeta, de Nazaret de Galilea. Es cierto que nació en Belén, como nos narra Mateo y también San Lucas. Pero este mismo Jesús creció como hijo de José, el carpintero, en Nazaret. Él es aquel profeta mayor que Moisés profetizado por Moisés en el Deuteronomio. Su entrada triunfal en Jerusalén el Domingo de Ramos fue sólo el comienzo de los acontecimientos de la Semana Santa, que culminaron con su victoria final, la resurrección de la muerte en la cruz. Su camino hacia la cruz comenzó con su nacimiento. Morir en la cruz y resucitar al tercer día fue la razón por la que nació.
Pero su resurrección y ascensión tampoco fue la victoria final. Entonces será cuando regrese a la tierra en gloria para juzgar a todas las naciones. La persona que tiene la actitud correcta hacia la segunda venida de Cristo también tiene la actitud adecuada hacia la Navidad, la primera venida de Cristo.
La noche que precede al día glorioso de la segunda venida es el período de este mundo. El tiempo en que vivimos es la noche, gobernada por el pecado y la muerte. Sin embargo, no es un tiempo de desesperación, como el mundo quiere hacernos creer. El mundo vive con el temor de que esta vida termine, ya sea por la muerte física o por la destrucción de la tierra misma. Pero el cristiano debe tener confianza en el futuro, pase lo que pase. Este tiempo en el que vivimos está lleno de gracia.
Eso no significa que el cristiano no necesite ser advertido. Por eso San Pablo nos advierte en la epístola (Romanos 13:8-14) contra la falta de vigilancia. Pablo está apelando a la fe de sus oyentes. No hablaría así si estuvieran muertos en sus delitos y pecados. Desea que tomen medidas decisivas. Los cristianos no juegan con las obras de las tinieblas. Los cristianos no tratan a la ligera las armas de la luz. Nada es más serio para un cristiano que deshacerse de las obras de las tinieblas y usar las armas de la luz.
El apóstol se refiere al sueño espiritual, que no difiere en ningún rasgo esencial de la muerte espiritual, el sueño del pecado. El que duerme no sabe dónde está ni qué es ni qué hora ha sonado; está muerto para sus deberes y sus oportunidades. Hay que levantarse, caminar, trabajar para que el sueño no vuelva a apoderarse de uno. Despertarse, levantarse del sueño significa renunciar al anterior andar en pecado, respetar a Dios y Su voluntad y luego vivir piadosamente y con rectitud conforme a Su voluntad. La vida entera del cristiano debe ser un continuo arrepentimiento. Cuanto más tiempo viva un cristiano, más cuidadoso debe ser en su vida cristiana.
Pablo da tres ejemplos de obras que deben evitarse. Todas ellas son obras de la carne. Quien piense que no puede convertirse en víctima de tales pecados se apoya en su propia fuerza, lo cual es fatal. Cualquier previsión que podamos tener al proveer para nuestro cuerpo y sus necesidades nunca debe ser de tal naturaleza que despierte o satisfaga algún deseo.
Nuestro Salvador y Señor, de quien nos hemos revestido en el bautismo, Gálatas 3:27. Cristo vive en sus creyentes, en toda su vida y conducta, y las virtudes de Cristo, su santidad, pureza, castidad, amor, bondad, humildad, amabilidad, son evidentes en todas sus palabras y acciones. Un cristiano es una nueva criatura. Por la fe en Cristo tiene el poder y la fuerza para vivir la vida piadosa.
Hoy nos acercamos al altar donde está presente nuestro Señor en su cuerpo y sangre. Según la antigua alianza, sólo el sumo sacerdote podía entrar al Lugar Santísimo una vez al año. Pero cuando Jesús hizo el sacrificio supremo en la cruz, la cortina que ocultaba el Lugar Santísimo se rasgó por la mitad. Ahora todos podemos entrar en la presencia de Dios. Sin embargo, deberíamos recordar còmo San Pablo llamò a los corintios a examinarse a sì mismos antes de participar en la Santa Cena (1 Corintios 11:28). En verdad, si somos honestos con nostros mismos, tendremos que confesar que no somos dignos de subir al monte santo y entrar en el santuario del Señor. El ùnico que es digno es aquel que fue entregado por nosotros y en su nombre somos bautizados. Somos vestidos en la justicia de Cristo y en eso tenemos la paz que sobrepasa todo entendimiento. Amèn.