Te damos gracias, Padre celestial, por medio de Jesucristo, tu amado Hijo, porque nos has protegido durante la noche de todo mal y peligro, y te rogamos también que nos preserves y nos guardes de pecado y de todo mal en este día, para que en todos nuestros pensamientos, palabras y obras te podamos servir y agradar. En tus manos encomendamos el cuerpo, el alma y todo lo que es nuestro. Tu santo ángel nos acompañe para que el maligno no tenga ningún poder sobre nosotros. Amén.
“Y hubo una gran batalla en el cielo: Miguel y sus ángeles luchaban contra el dragón; y luchaban el dragón y sus ángeles, pero no prevalecieron, ni fue hallado ya el lugar de ellos en el cielo. Y fue lanzado fuera aquel gran dragón, la serpiente antigua, llamada Diablo y Satanás, el cual engaña a todo el mundo; fue arrojado en tierra, y sus ángeles fueron arrojados con él. Y oí una gran voz en el cielo que decía: Ahora ha venido la salvación, y el poder, y el reino de nuestro Dios, y la potestad de su Cristo; porque el acusador de nuestros hermanos ha sido derribado, el cual los acusaba delante de nuestro Dios día y noche. Y ellos le han vencido por la sangre del Cordero, y por la palabra de su testimonio; y no han amado sus vidas hasta la muerte. Por lo cual alegraos, cielos, y los que moráis en ellos. ¡Ay de los moradores de la tierra y del mar! porque el diablo ha descendido a vosotros, teniendo grande ira, sabiendo que le queda poco tiempo”. Apocalipsis 12:7-12
Cuando confesamos en el Credo Niceno, “creo en Dios Padre todopoderoso, creador del cielo y la tierra, de todo lo visible e invisible”, lo visible significa la creación que podamos percibir con los cinco sentidos, mientras lo invisible es el mundo de los seres espirituales que siempre están alrededor de nosotros como el aire, pero normalmente no podamos percibir. Los principales criaturas espirituales son los ángeles. Solo hay dos clases de ángeles, los buenos y los malos. Los ángeles buenos, aunque poderosos, ejecutan la voluntad de Dios y sirven a los hombres. Los ángeles malos son los espíritus rebeldes, los cuales, como enemigos declarados de Dios y del hombre, se esfuerzan en destruir la obra de Dios.
Los Artículos de Esmalcalda, Artículo 2, dice así: “Aun cuando los ángeles del cielo, lo mismo que los santos que están sobre la tierra o quizá también los del cielo interceden por nosotros (como Cristo mismo le hizo también), no se deduce por eso debamos invocar y adorar a los ángeles, ayunar por ellos, celebrar fiestas y misas, ofrecerles sacrificios, fundar templos, levantar altares, crear cultos especiales para ellos y servirles de alguna otra manera más, considerándolos como auxiliares atribuyéndoles diversa clase de poderes ayudadores, a cada uno un poder especial, como enseñan y hacen los papistas”.
Hoy no adoramos a San Miguel y los santos ángeles como Jesucristo, el único Mediador entre el Padre y los hombres, sino celebramos la victoria de Cristo en la cruz. Porque la gran batalla en el cielo descrita en el Apocalipsis de San Juan no es la rebelión primordial de Satanás y sus ángeles. En el contexto del capítulo 12, la “mujer vestida del sol, y la luna debajo de sus pies, y sobre su cabeza una corona de doce estrellas” es el pueblo de Dios. Los doce estrellas en su corona simbolizan los doce patriarcas de Israel según el antiguo pacto y los doce apóstoles según el nuevo pacto. Ella no es María la virgen en particular, sino María como representante de la nación de Israel dio a luz a Jesucristo. Por supuesto, Jesús es el Niño que el dragón, quien es Satanás, quería devorar. Sin embargo, este propósito quedó totalmente frustrado.
“Y ella dio a luz un hijo varón, el cual había de regir todas las naciones con vara de hierro; y su hijo fue arrebatado para Dios y para su trono.” El Señor Jesús se había descrito a sí mismo precisamente con estos términos en la carta a la iglesia en Tiatira, Apocalipsis 2:27-28. Claramente, esta es la exaltación de Cristo que comenzó con su victoria en la cruz y continúo con su resurrección y ascensión. En la cruz nuestro Señor venció el poder del pecado, del diablo y de la muerte y siguió adelante con su proclamación de la victoria en el infierno, antes de salir de la tumba. Por esa victoria, los santos ángeles echaron afuera Satanás y sus ángeles de la corte celestial. Recuerden que en Job 1:6-12, Satanás tenía asiento delante de Dios para acusar a Job. Pero, ahora, leímos este cántico:
“Ahora ha venido la salvación, y el poder, y el reino de nuestro Dios, y la potestad de su Cristo; porque el acusador de nuestros hermanos ha sido derribado, el cual los acusaba delante de nuestro Dios día y noche. Y ellos le han vencido por la sangre del Cordero, y por la palabra de su testimonio; y no han amado sus vidas hasta la muerte.” En la exaltación de Jesucristo, el acusador fue reemplazado por nuestro Abogado delante del Dios Padre todopoderoso. También cuando los setenta discípulos informaron a Jesús sobre su poder sobre los demonios por la predicación del evangelio, nuestro Señor exultó y les dijo: “Yo vi a Satanás caer del cielo como un rayo.” (Lucas 10:18)
Pero, la mujer no subió al cielo con su Niño. Después de la ascensión de Cristo, la mujer en Apocalipsis 12 representa el pueblo del nuevo pacto, que espera en el desierto, aun lugar preparado por Dios, hasta el Día Final. En su exilio en un mundo hostil, la iglesia tiene la promesa del Señor que el diablo no tiene poder para destruirla. Si andamos con Cristo, tenemos la misma promesa del Salmo 91: “Pues a sus ángeles mandará acerca de ti, que te guarden en todos tus caminos; en las manos te sostendrán, para que no tropieces con tu pie en piedra”. Y en aquel día cuando el Señor venga, reuniremos alrededor el trono con ángeles y arcángeles, siempre cantando:
Santo, santo, santo, Dios del universo, llenos están los cielos y la tierra de su gloria.
Eterno Dios, que has constituido el ministerio de los ángeles y hombres de una manera maravillosa: Misericordiosamente concede que los santos ángeles que te sirven siempre en el cielo, también por su providencia nos socorran y nos defiendan en la tierra. Por Jesucristo, tu Hijo, nuestro Señor, que vive y reino contigo y con el Espíritu Santo, siempre un solo Dios, por los siglos de los siglos. Amén.